ISSN 2215-972X
ISSN 2215-9738

San Juan de Pasto, Nariño , Colombia

PORTADA PRIMER NÚMERO

PORTADA PRIMER NÚMERO
Ilustración de Jhon Felipe Benavides ©

14 de octubre de 2010

PENTAGRAMA (Música)

CAMALEONES Y MÚSICAS ELECTROACÚSTICAS
Por Fernando Guerrero
Túquerres, Nariño



En este relato-ensayo resuena Mugen Kyuukou, una canción
de la cantante japonesa Tujiko Noriko, quien desde 1999 ha
revolucionado las esencias del pop electrónico con un avant-pop
digital que es un ensamblaje de capas electrónicas vía laptop,
en el que está presente la fragilidad melódica y el minimalismo.
Lo anterior representa la cara más sugerente de la vanguardia
electrónica actual por su sorprendente capacidad para aunar
con coherencia melodías de quebradiza belleza con imponentes
murallas que dan cabida a sonoridades acústicas rugosas.
Pero Noriko no es por ventura, como afirma el autor de este
texto, lo que de verdad importa aquí, lo esencial es cómo se
traduce una canción entre los hilos de lo que se escribe.
La música, siguiendo a Deleuze, es de entrada una
desterritorialización de la voz, que en este caso se manifiesta
en que se alcance un devenir-melómano o un devenir-camaleón.
En esto puede radicar el prodigioso contenido de la música…
Es la voz musical en la escritura la que deviene ella misma
melómana, pero al mismo tiempo, el camaleón (escritor)
deviene sonoro, puramente sonoro.


Ilustración Gustavo Benitez




Deja
Sidestepper

Sentado espera el bus…el bus es una metáfora.

Leo:

“El sonido viene siempre antes de la música.
Vibra entre la materia y se deja oír sólo
cuando escapa de ésta. Si un músico deja suelta
su guitarra, el más leve viento puede desprender
de su interior la sinfonía acústica del espacio en
la musicalidad de las cosas. Ya lo habían escrito
antes, la música es una cisterna profunda de la
cual brotan los sonidos más diversos que llegan
y descansan secretamente en el espacio, estos
sonidos chocan con la memoria del oído y
a su vez hablan a la memoria del cuerpo, el cual,
quedando abierto, lo sumerge al que escucha
en las profundidades de lo inaudito.”


Página 127, Jean Phillip E. Coutier, “El sonido de la musa y otras reflexiones acústicas”.


La ofrenda musical es simple artilugio decorativo para los oídos. Al leer las páginas citadas al inicio de esta historia, puedo decir sin más enredos que la musicalidad atraviesa de cabo a cabo el texto y la textura de Coutier.

Me interesaría conocer a este tipo, soy, como decirlo, un poco inquieto por las palabras que salen o se lanzan hacia la música y sus confines –si acaso pudiese tener alguno–. Esas palabras, abiertas, curvas, esféricas, helicoidales, resonantes y crispadas en el habla de quien ha jugado a diseminarse en la melomanía del sonido, sobrevuelan de vez en vez por entre mi oído y el desdoblamiento del cálamo de la pluma con la cual escribo.

Me inquieta un poco conocer el sesgo o rezago que se tiene entre la palabra y el sonido; no sabría si la primera se desliza en la segunda con la suavidad de los dedos de un jazzista neoyorquino que escoge una trompeta, y en su toque, despierta hasta el instinto más dormido de quien le escucha (escúchese Coleman y Coltrane), o, si lo segundo resuena de tal manera que deja desaparecer la primera para hacer renacer ese artilugio sobrehumano en el cual la música simplemente se hace sombra1. La decisión es difícil.

Hoy recuerdo que Mugen Kyuukou, acaso fue una de esas tantas iniciaciones que uno suele inventarse en la juventud cuando uno quiere escuchar lo que no se deja escuchar en el mundo.

En Kyuukou, todo empieza con un piano marcando el sonido que se arrastra hasta llegar a la voz de Noriko, un piano por el cual toda palabra puede dejar de lado su historia, un piano como un puente entre calles nocturnas, como un toque de puertas por el cual empiezan a pasar y a pasar miles de personas, tiempos, soledades, estados de vida y nacimientos gélidos que se mueven en la sonoridad del espacio; un piano como un puente entre dos o más mundos entrelazándose al unísono de la voz de los que pasan por esta calle. Un piano en el cual Noriko disemina esas voces que ya no se reconocen, que son de aquí y de allá y de ningún lado, voces que gritan y se revuelcan en su grito, voces que son como grutas Platónicas o como residencias elípticas de las lecturas Plotínicas (en su mejor resonar) en donde la voz se desliza y surfea por el sonido. (Recuérdeseme más adelante que la eterna distancia entre Platón y Plotino estaba quizás en la manera de hablar en público, de decir y desdecir las cosas, de nombrar con un tono justo para que éstas se desprendan de su materialidad o se conviertan simplemente en materia eidética de lo hablado).


… palabras, abiertas, curvas, esféricas, helicoidales,
resonantes y crispadas en el habla de quien ha
jugado a diseminarse en la melomanía del sonido,
sobrevuelan de vez en vez por entre mi oído y
el desdoblamiento del cálamo de la pluma con
la cual escribo.


Mugen Kyuukou no se desvaneció tan fácilmente en el recuerdo que de ella tenía; escuchar la voz era escuchar la montaña en sus caminos fluviales que se cristalizaban en la mirada, era una liquidez delicada y suave, una vocal invertida que contradecía el hecho de querer decir algo, el color de una vocal que se desprendía del color de otra vocal, el olor del amarillo que se convertía en el ardor de la mirada sobre el papel tapiz, una especie de desdoblamiento quimérico en el que la imagen y el sonido mutaban el uno en el otro.

A veces Mugen simplemente se deslizaba a través de un piano. A veces era sólo eso, el piano que dejaba escuchar el universo escondido en las manos de quien se deslizaba por sus contornos; Noriko en el piano suspendido en su propio suspenso, como un héroe somnoliento que sale de su estado de vigilia y se da cuenta que el mundo está abierto al borde de su tacto, a las palabras que en él fluyen, a los acuerdos entre lo que era posible decirse y lo que ya no podría decirse por exceso de evidencia, digamos en este caso, el hecho de que Noriko a través de Mugen se había convertido en la musa incorporante de una historia extraña, de una historia musicalizada entre el héroe, el villano y la presencia siempre invisible de quien nunca se ha de reconocer como el personaje más aterrador de la obra: el personaje que llega a casa y se queda.

Digamos –al margen de esta extraña hospitalidad– que soy una especie de camaleón melómano que camina por las calles de una ciudad, una nota que se escapa de un mito, una voz interna que deja el espacio por no creer en la intimidad vil del servicio a sí mismo; digamos que soy de los que no creen en la cronología y topología de la música, en esa extraña taxonomía de los ritmos y los vocablos en donde todo quiere ser expresado, traído a la boca, demostrado o evidenciado bajo el velo de los hilos de la coherencia; pero, y esto probablemente sea tautológico, no vayan a creerlo, tampoco me disfrazaría en el imperativo nihilístico del todo se puede y nada cabe, del todo se ha dicho y al cabo se repite, no, no, no piensen eso, a lo mejor simplemente es la música la que permita –de otro modo– dejar fluir y destinar un poco de este salivar que pasa, a inventar acordes en la musicalidad de la traza.

Noriko no es por ventura lo verdaderamente importante aquí, el sonido que le antecede y en el que se traduce una canción, es lo que trato de surfear en estos hilos del texto2, aunque todo pareciera extraño, incisivo, sin más verdad que la negación de su propia existencia.

Ahora, para cerrar un poco este telón de fondo, viene esa diferencia Plotínica de la escucha socrática que se dejó un poco suelta en las líneas anteriores: “En el sonido, simplemente se abre el universo”.

Ya en la apertura que este texto deja únicamente queda tomar la ruta que viene:

Germania. L. Arango. S
26 CAN K 4 CLL 19 ESTACIÓN. Centro. F



1 Es posible que el resonar de tambores en “Attack and fall” de Phillip Glass y “La fuga del clarín en Purim” de Andy Statman Quartet puedan aclarar un poco ese entrelazamiento de ritmos y sonidos que exceden esta imagen, la imagen de un escucha y el artilugio de la melomanía en un texto.
2 Ya se ha sugerido en la ruta de acceso algunas posibles variantes musicales que acompañen la lectura de este texto. Variantes que van en crescendo y en disenso por los pasillos de esta sala acústica. Pero, qué sería sugerir, seguir los hilos de un desfile de teorías y aporías en nombre de la música, en nombre de algo que se pone en evidencia al escuchar un golpe de piedras o un precipitar de cascadas; digamos aquí, la tela y el corte de tela en el cual un pentagrama juega a desdoblarse en infinitos nombres y en infinitos personajes que subyacen en la música, ese corte de situaciones y de voces entre las situaciones, nos permiten abrirnos un poco a ese espacio sin espacio que sería el desdoblamiento de la musicalidad de la poesía. Acaso pueda recordar algunas palabras de Claudel lanzadas hacia la poesía y que son retomadas por Sollers en la travesía de la escritura de Dante: “…la poesía no se funde en lo infinito para encontrar lo nuevo, sino en el fondo de lo definido para encontrar lo intangible”; palabras a las que les dedico una atención especial cuando de hablar de música y musas se trata, de pronto por alejar la mano de la compañía musical que suele tornarse en ocasiones una suerte de embeleso acústico, sobre todo cuando la música acompaña el escrito y éste, a su vez, sumerge la tintura del texto en los acordes que sostienen ese instante de musical inspiración.

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