ISSN 2215-972X
ISSN 2215-9738

San Juan de Pasto, Nariño , Colombia

PORTADA PRIMER NÚMERO

PORTADA PRIMER NÚMERO
Ilustración de Jhon Felipe Benavides ©

16 de octubre de 2010

FICCIONARIO (Cuento)

MUESTRA REGIONAL




Ya no preguntes. Ilustración de Fercho Yela ©



YA NO PREGUNTES
POR JEISON BOLAÑOS
BELÉN, NARIÑO


¿Quién es? Se escuchó desde el lugar donde caía la sombra. Con la mirada hurgaba el patio de baldosas procelosas abatido por la luz de la luna. Quiso decir su nombre, con el que lo habían bautizado sus mayores vestido de pana azul y zapatos de charol sin cordones, corbatín carmesí y guantes; la cara rosada, medias nuevas; con el meñique hurgaba la nariz. El cura le había mojado media cabeza. A muchos les dieron en la cabeza con el agua bendita ese día de diciembre hace mucho, cuando el invierno se quedaba para dar vueltas en los cerros y el barro atrancaba los caminos hasta marzo, hasta la miseria. Agua que cae del cielo sin pena y lava los cuerpos de briosas pieles hasta dejarlos con cara de ahogados, con el pellejo rugoso, como cuando hay agua tibia y el niño persiste hasta que se le arrugan las manos y al agua se le acaba la tibieza. Que llueva, que llueva que la vieja está en la cueva, pero la cueva de la vieja ya estaba anegada y la anciana, como un balón de tanto engullir el vital líquido. Pobre vieja, qué hizo para merecer tanto invierno.

¿Quién es? Insistía la voz desde el lugar donde caía la sombra, voz bruñida de tanta luna, relamida por la noche, como detrás de algo, preguntaba. Quiso responder pero la lengua y las palabras estaban atoradas por el miedo, hurgaba como el niño, ahora ya no en su nariz sino en los olvidos de su cabeza en el intento de encontrar algún recuerdo; se acordó por ejemplo de la noche que bajaba bordeando la quebrada del Alto de Manuel y vio desde lejos la gente en la plaza, se oía ruido de tambores, gritos, ruegos, después, mucho después, el silencio. Del olvido no pudo sacar a la luz de la memoria cuanto aguantó al hambre y a la sed esperando a que se acabaran los lamentos, los tambores, el estruendo de las balas. Por la mañana llegó la tropa y algunos curiosos de boca bien abierta nada dijeron, parecía como si estuvieran inspeccionando, dando visto bueno a la obra; hablaron con pocos, se llevaron a don Rafael, el de la tienda de la entrada, y no se supo más, ni de él ni de nada; pasaron meses y salió en la televisión, en los diarios, decían de paramilitares, de no sé qué militar implicado, la masacre decían, la brigada no sé cuantas, decían, el general tal, el teniente pascual.

Marcial, el hermano menor se fue otro día con hombres armados hasta las orejas, los mismos que les advirtieron más tarde que era mejor coger camino pronto, porque la tropa andaba matando a sansón y los que no son. A la casa vieja del alto se fue solo, porque los mayores ya estaban en el otro lado, aburridos de tanta muerte. Pasaban de vez en cuando hombres armados, muchachos y mujeres, preguntaban, repetían órdenes o amenazas. Él siempre les respondió con la verdad, como hombre enseñado a la tierra, asustado de tanta sangre, de tanto difunto que habitaba las zanjas y flotaba impúdico en las aguas. Una noche desde el río subieron ruidos, ladraron los perros, sintió un aleteo de animal oscuro, como de cosa que se revuelca y se eleva. Era el miedo que atiborraba de sombras la noche, la loma, la casa, sus huesos. ¿Es aquí? Escuchó. Sí señor, dijo el otro. Pues ya sabes, ordenó el primero. Sí señor, respondió el otro. A pesar de su miedo, espantado como un gato, brincó la tapia trasera, corrió con ojos bien abiertos para el lado de los ceibos y esperó en la negrura, asediado por el viento y la luna que tiritaba en la quebrada de aguas heladas. Un rato después creyó que se marchaban, esperó todavía con miedo, y antes del alba volvió a la casa; cuando llegó al corredor de baldosas procelosas, escuchó la voz ¿Quién es? Preguntaba desde el lugar donde caía la sombra. ¿Lorenzo eres tú? Soy tu hermano Marcial, murmuró con recelo la voz desde la sombra. Me han enviado a matarte pero… y la voz se cortó, un gemido diminuto la quebró, le dio contra el patio, contra el viento, contra la luz de la luna, contra el mundo que en poco tocaría el alba y se reventó en la sustancia incorpórea de las tinieblas, y a poco el disparo, uno solo. Ahora estaba otra vez ahí en el patio y la voz preguntaba, desde ese mismo lugar, la misma voz, ahuecada por el tiempo, la voz desde la sombra que se oye en noches sin viento, esa misma voz en el lugar donde su hermano se soltó el tiro en la cabeza.
En el patio alumbrado por la luna, recogió astilla por astilla su propio valor desbaratado desde hace tanto y respondió: soy Lorenzo hermano, todo está bien, todo está bien.



MUESTRA NACIONAL




INAPETENCIA
POR AYMER WALDIR
MEDELLÍN

Indiferente ante el teclado de su máquina de escribir, toma su lápiz, pero es artefacto inocuo. Desganado, enciende el computador, y el cursor titilante le invita a pulsar alguna tecla, pero lo apaga, apático. Impasible, abre su cuaderno de notas para buscar pasión, pero no la encuentra. Vencido, va a la nevera y no toma nada. Agotado, se acuesta al lado de su amada, pero allí tampoco despiertan sus ganas. Bosteza entonces, sin preguntarse cuál apetito perdió primero.


Inapetencia. Ilustración de Fercho Yela ©





EPÍLOGO
POR RICARDO ABDAHLLAH
IBAGUÉ. RESIDENTE EN PARÍS, FRANCIA

A Oscar Estévez

La mayoría de los habitantes de la pequeña villa descansaba bajo la noche dormida y los ebrios, después de haber acabado con el vino de todos los toneles, roncaban con la cabeza recostada sobre las mesas de la posada. La lluvia que había caído después del atardecer hizo imposible encender las antorchas y a nadie pareció importarle. Esa tarde sepultaron a Don Alonso que había recuperado su cordura sólo para morir.

El bachiller, no Carrasco sino el otro, Tomasi, fue el primero en escuchar los ruidos y tal vez el único que tuvo tiempo de preguntarse qué estaba sucediendo, antes de que los gigantes
de sangre fría, nunca más camuflados como molinos y seguros de que su único antagonista ya no les daría problemas, arrasaran el pueblo hasta sus cimientos.

Sucedió en un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme


Epílogo. Ilustración de Fercho Yela ©




STOP
Por Nancy Patricia Ortega Jiménez
San Francisco, Putumayo


Cuando la luz verde apareció, la multitud empezó a caminar hasta el centro de la avenida; a mitad del camino alguien disparó a los semáforos y, en un solo grito de júbilo, todos los conductores aceleraron. Algunas personas pudieron regresar al andén, otros perecieron aplastados por las miles de llantas de automóviles que empezaron a circular a gran velocidad y tan sólo cincuenta logramos correr hasta el centro de la avenida. Atrapados en medio del flujo vehicular incesante, todos nos mirábamos con desconcierto, sin saber qué hacer. Un joven, impaciente por la situación, desafió el peligro en una carrera sin control, que dejó su cuerpo moribundo debatiéndose en medio de la calle, antes de que sus restos se dispersaran por toda la avenida. Horas después, días después, semanas después, yo simplemente espero, nunca falta el siguiente suicida o el distraído que sin querer enfrentará a la velocidad y nos proveerá de otra ración de carne para soportar mejor este campamento imprevisto, al que fuimos confinados sin querer.

Stop. Ilustración de Fercho Yela ©



EL ORDEN SECRETO
POR REY CARLOS VILLADIEGO
CALI


Primero, fue una muela postiza que se desprendió mientras comía. Por pereza y terror no fui al dentista para su restauración, porque al parecer se precisaba de una operación en las encías; no obstante, la muela se sostenía en su sitio con sólo presionarla sobre su base, siempre y cuando no la exigiese mucho; de tal manera que al cepillarme la dentadura, la removía, la limpiaba y luego la regresaba a su sitio. Al poco tiempo ocurrió lo mismo con el puente de los dientes superiores, ya que se le quebraron unas paticas que lo sujetaban, al punto que debía cuidarme al hablar, pues con ciertos sonidos explosivos se me caía; tampoco fui al odontólogo por temor a una eventual cirugía. Después, inexplicablemente, el turno fue para un canino y un incisivo, que no resistían el trabajo de morder, adhiriéndose a veces a los alimentos; sin embargo, podía volverlos a sus lugares con el ajuste adecuado, aunque tenía que esforzarme en extremo al hablar para no perderlos. Así, sucesivamente, me pasó igual con otros dientes y muelas; como si la muela inicial hubiese desencadenado tal desorden. Jamás me atreví a ir al odontólogo.

Sucedió que para comer debía quitarme todas las piezas dentales, una por una, y después de un plato de alimentos líquidos volvía a ubicarlas en su sitio, utilizando una especie de mapa para guiarme; y cuando hablaba con mis congéneres tenía que recurrir a una extraña combinación de palabras y a ciertos malabares con la lengua y la quijada, para que no observaran el horrible espectáculo de mi dentadura cayendo al piso.

Con el tiempo me fueron aislando y mi lenguaje se volvió inentendible y mis gestos intolerables para el prójimo…

Hoy, solitario y rechazado por mis congéneres –¿disgéneres?– no me explico por qué a solas mis piezas dentales permanecen en su sitio, como antes de que todo comenzara; mas cuando trato de comunicarme con alguien comienza el caos dental y mis piruetas faciales para controlarlo, causando el repudio de mi interlocutor y la consecuente huida hacia mi morada.


El orden secreto. Ilustración de Fercho Yela ©



REPTIL MISTERIO Y MOSCA ESPANTO
POR LUIS A. RAMÍREZ Z.
MEDELLÍN


Yace con su vientre abierto y un cuchillo al lado. Todo indica que fue ella misma quien decidió desentrañarse, no a la manera de aquel guerrero que ante la pérdida de su honor decide morir abriendo su propio vientre, sino al modo inédito de alguien que busca arrancarse algo para hurgar paciente y atrozmente en sus vísceras.

Ninguna confesión, indicio o nota aclaratoria ha dejado en su habitación. Las paredes desnudas, una cama, una silla, una mesa y diferentes elementos desperdigados aquí y allá: un cincel, un bisturí, una lija, un frasco de pastillas vacío, otro de veneno también vacío, el cuchillo, arcilla, trozos de madera y dos objetos que al parecer elaboró. Uno hecho en arcilla: masa informe de barro dentro de la cual parece estar apresada una serpiente. Otro en madera: un cesto o pequeña cuna en la que dormita una serpiente de la que alcanza a sobresalir su cabeza.

Algo se cree saber ya entonces: esculpía y moldeaba, y de ello aparece una constante u obsesión –si acaso en sólo dos objetos se puede hablar de “constante” u “obsesión”–, ese reptil: misterio que arrastra y enrosca al misterio.

En algún momento debió consumir las pastillas y el veneno, quizás al mismo tiempo o en tiempos diferentes ¿Pero, por qué tanta cizaña contra sí misma, o contra qué, o contra quién? Un extraño recuerdo suyo reverbera entonces en la habitación: la intuición de estar embarazada y de albergar un ser rastrero y repugnante. Eso sentía tener adentro; y de eso parece haber querido deshacerse en diferentes ocasiones, y ante la certeza de un continuo fracaso, decidió abrirse el vientre, escarbar hasta encontrar y extirpar aquella aversión. Y al lado de este recuerdo que ya no le pertenecía más, irrumpe la imagen de esa cuna en la que la serpiente empieza ya a disecarse lentamente hasta convertirse en una pequeña larva de la que brota una mosca que revolotea locamente… Esa mosca espanta: espanto que ahuyenta y fascina al espanto


La máscara del rey. Ilustración de Fercho Yela



LA MÁSCARA DEL REY
POR HÉCTOR VILLADIEGO
CALI


El rey, en su infinita misericordia, ha decidido ajustar el número de los hombres a la cifra que recomienda el Consejo de Sabios, y ha delegado en Azraél, el asesino más experimentado del reino, la organización de la asamblea general de su gremio. Allí definiremos la estrategia, los objetivos y el método.

Azraél conduce la reunión con mano sabia durante tres días y tres noches, luego de las cuales nos desbandamos por todos los rincones del reino para ejecutar el plan. Tras doce meses de extenuante labor inconclusa el rey nos convoca de nuevo, pero esta vez no envía a su mensajero. En un acto supremo de magnificencia se rebaja a darnos las gracias personalmente, y nos conmina, de manera fraterna, a no desfallecer. Para ello ha preparado un ritual en el que cada uno de nosotros se levanta de su asiento, se acerca a su trono, y sin mirarlo a la cara se arrodilla ante él, le besa la mano y espera su bendición. Acto seguido el sicario regresa a su silla y espera en el más absoluto de los recogimientos.

Juro por mis antepasados que cuando fue mi turno no hice nada para alterar el protocolo. Sólo que cuando tuve tan cerca a su majestad, mis grandes ojos ovalados vieron más de lo que vieron los otros ojos. En un lapso infinitesimal sus maneras invadieron mi ser y reconocí al impostor. Ante la inminencia del peligro, bajé los párpados en el acto, pero algo me delató. Al término de la asamblea fui detenido y conducido a la cámara más alejada del recinto, donde quedé solo con mis tribulaciones.

Horas después apareció el rey, sin su séquito. Aún llevaba su cabellera, su barba y ese vestido de hilos dorados que esconde su verdadero físico. Me has reconocido, me dijo, y eso te hace un hombre sabio. Si tuvieras la casta te dejaría en palacio como uno de mis consejeros. Lo he meditado; hubiera preferido condenarte a vagar sin destino por los parajes más inhóspitos del reino, pero tengo responsabilidades y no puedo ir por ahí, desentendiéndome de la prudencia.
Con lágrimas en los ojos, con temblor en la voz, asentí cuando su majestad me preguntó si estaba de acuerdo con la sentencia. Y acepté mi condena porque los designios de la providencia son inescrutables, como inescrutables son los designios de sus enviados. Mañana seré conducido al patíbulo, y ante la inminencia de mi muerte he cedido a la tentación de cifrar, en las paredes de mi reclusorio, la revelación. Tal vez un día los hombres hagan su exégesis.

Pero justo ahora que termino la relación de los hechos mi alma alcanza la serenidad que el entendimiento necesita: he confundido las palabras del rey, sus miradas, sus intenciones; el impostor es el otro. ¡Azraél es sólo un disfraz que su majestad utiliza para hacer cumplir con eficiencia los planes de dios!

La gloria sea conmigo.



MUESTRA INTERNACIONAL



Un viernes. Ilustración de Fercho Yela



UN VIERNES
POR FRANCISCO ENRÍQUEZ MUÑOZ
MÉXICO


Sales del trabajo. Dos horas más tarde entras a tu casa. Te recibe el resplandor emanado de la televisión que nadie ve. En la pantalla un sudoroso güero mueve la pelvis encima de una gritona negra. Distingues el estuche de esa película porno, la botella de vino tinto medio vacía (¿o medio llena?), las dos copas y los cigarrillos recién finalizados sobre la mesita de centro de la sala. Tropiezas con la ropa tirada en el suelo. La ropa conduce al dormitorio. Te diriges a él con sigilo y, a medida que te acercas, comienzas a oír la fricción de carne contra carne, el rechinar del colchón, los jadeos, los gemidos, las frases quebradas, los sonoros besos. Atraviesa por tu alma una asfixiante sensación de vértigo pero, aun así, consigues llegar al treceavo peldaño de la escalera. Desde ahí divisas la ventana abierta del dormitorio, el horizonte surcado por franjas anaranjadas preludiando la noche, el pie femenino pisando delicadamente el aire. Subes el último par de escalones y enciendes la luz. Entonces te descubres a ti misma desnuda debajo de tu desnudo marido.



Día del padre. Ilustración de Fercho Yela



DÍA DEL PADRE
POR PAULA VARSAVSKY
BUENOS AIRES, ARGENTINA


Hay un sueño que tuve una gran cantidad de veces. Mi padre estaba vivo. Yo lo encontraba, después de pasar dieciocho años sin verlo. Papá no se sorprendía de verme, ni siquiera se alegraba. Parecía evitarme. El hecho de encontrarse conmigo era más bien un problema para él que una situación de felicidad. Le reprochaba que no me hubiera buscado, que no se hubiera contactado conmigo durante tantos años. Papá apenas me escuchaba. Estaba con su mujer, ella me miraba esquiva. Yo la odiaba más que nunca. Papá estaba delicado de salud. Ella lo había cuidado.

Papá estaba delicado de salud. Ella lo había cuidado.

Pero a papá lo habían enterrado de verdad, yo lo había visto. Había visto cómo descendía el ataúd, cómo lo cubríamos de tierra. Ahí había quedado unos días, me dijeron. Eso era cierto. Soñé que mi padre estaba vivo.

Otra variante del sueño era que yo viajaba a Nueva York, donde mi padre había vivido los últimos nueve años de su vida, y, de alguna forma extraña, mientras caminaba por la quinta avenida, daba con la casa de mi padre. Era un departamento en Manhattan, distinto al loft en el que él había pasado sus últimos años de vida. El departamento de mi sueño tenía los techos más bajos, se asemejaba a uno de Buenos Aires. Yo estaba furiosa porque no me habían invitado a hospedarme allí. ¡Cómo podía ser que estuviera en Nueva York y no le importara!

Papá estaba mal de salud, en todos estos sueños. Pero nunca me quedaba claro qué tenía. Era inasible.

Otra vez soñé que lo encontraba luego de veinte años. Veinte años sin verlo. Había intentado contactarlo por todas partes, lo había llamado por teléfono decenas de veces, no me atendía. Lamentaba que no hubiera existido el correo electrónico en esa época, quizá a través del email hubiese podido ubicarlo. “Claro, si supiera su email, si supiera su email”, pensaba en el sueño.

Me despertaba agotada por los esfuerzos denodados que había hecho en sueños por encontrar a mi padre. Estaba cerca, varias veces estaba cerca, pero no lograba dar con él. Faltaban dos días para que se cumplieran veinte años de la muerte de mi padre. Sentía la presión de mantener vivo su recuerdo. Cada vez me costaba más. Cada año se alejaba más.

Algunas de las veces en que soñaba esto, mi hermana me pasaba algún dato acerca de él. Ella había logrado contactarlo. Yo me enfurecía porque no me había pasado su teléfono con suficiente rapidez. Las respuestas de papá, si alguna vez lograba que me dijera algo, eran vagas, confusas, se lo notaba abatido, sin interés por verme.

Papá murió cuando yo tenía doce años. Pasaron más de veinte años y perdí la cuenta. Hace tiempo que no sueño con él, ni vivo ni muerto. Hace tiempo que no siento que tenga que ocuparme de algo de él.

Hoy es el Día del Padre. Ya no estoy presionada por buscarme un padre sustituto, ni lamento no poder festejarle. Probablemente descanse en paz, mientras yo disfruto de la libertad de los huérfanos


Shakespeare iría en Metro. Ilustración de Fercho Yela



SHAKESPEARE IRÍA EN METRO
POR GINÉS MULERO CAPARRÓS
BARCELONA, ESPAÑA


“No hay hombre tan cobarde a quien el amor no haga valiente y transforme en héroe”
Platón


Durante todo el día había estado nevando sin llegar a cuajar del todo. Me gustaba ver aquellos copos livianos, gajos de pelusilla blanca, apocopados, caer oblicuos a través de la ventana de la oficina/monotonía. El frío ya había conseguido inyectarse en mis huesos sin protesta alguna por mi parte contra la racanería inhumana del gerente por tener la calefacción en barbecho cuando cerré el XP y la jornada insidiosa en el pandemónium del aborrecimiento tocaba a su fin. Al salir al exterior, la despiadada cuchilla helada del viento me rasuró los mentones y di cuenta de ello con un escalofrío eléctrico que me turbó la vista. Cerré los ojos como el que no quiere la cosa y una lluvia menuda e indecisa me mojó los párpados. Abrí la mirada al cielo abarcando la inmensidad celeste para luego descender con ella hasta la Estación de Metro de Plaça Universitat. Corrí hasta el refugio evitando las ráfagas de agua que sin duda vendrían de aquellos nubarrones negros que se acercaban con la urgencia siniestra de los cazas. Al entrar en calor de la Estación… sentí de pronto el nacimiento de la Primavera: aquella rubita que me precedía me había mirado en azul, con los ojazos innatos de una Belleza acuática. La seguí cautivado, a modo de embeleso. Mi carácter tímido siempre me había impedido seguir los impulsos que emergen del núcleo de la testosterona, pero esta vez, me sentí arrobado e imantado por unos iris tan hermosos que incluso, dilataban mis pupilas vencidas de siempre por la cotidianidad y la sumisión. Al llegar a la intersección donde nuestros caminos se podían separar, el azar decidió que ella avanzara en la misma dirección que yo debía tomar. Estaba tan cerca de la muchacha/sirena que mi aliento era capaz de besar la media melena dorada que bailaba sobre su nuca. Olía fresca, a alhelíes recién cortados. Quise adelantarla, pero sólo conseguí ponerme a su vera. Confirmado. Su perfil de curvas sinuosas rondaba la perfección de los jardines del Edén. Era una sirena, una ninfa, un ángel, una diosa. La sensibilidad se acentuó apropiándose desde mis pies hasta el último cabello de mi tonsura. Quise decirle algo. Pero me quedé atenazado, mudo, incapaz de articular palabra, desmayado por la inversemblante ingravidez de la escena…

La densidad humana del andén sobrepasaba mis peores previsiones. El Metro llegaba bufando, atestado. No pude entrar en el mismo vagón que mi Afrodita bautizada. Lo hice en el vagón anterior. Me abrí paso a codazos entre la prensada algarabía mientras el tren partía. Quería avistarla otra vez, una última vez, aunque fuera a través del vidrio de la ventanilla trasera del vagón. El vagón avanzaba aquietando el tiempo. Estampé la frente en el cristal deshaciendo involuntariamente un rictus de preocupación. Mis ojos zozobraban enfebrecidos, diletantes. No me perdonaría nunca la cobardía de no haberle dirigido la palabra. Era plausible perderla para siempre; mis lágrimas se aplastaron también. En el reflejo de aquel espejo improvisado pude ver mi rostro alicaído, el rostro de la desolación y la vorágine, el rostro de un imbécil incapaz de aproximar la voz que surge de sus labios a la ambrosía. Abandonado ya en el fracaso, se reflejaron una mujer embarazada, un anciano que parecía deprimido, unos hermanos que inquietos molestaban… Pude escuchar, como si viniera de otro mundo, las palabras amortiguadas de un señor con sombrero que le hablaba a un hombre bajito que vestía amarquesado. El primero se quejaba con una retahíla vehemente de la falta de taxis por cuatro copos, de las infraestructuras de la ciudad, de los socavones, de la inseguridad en las calles, del mismísimo gobierno. Se quejaba de que todo estaba infectado de sudacas, de asiáticos, de africanos, de emigrantes de los países del Este, que si el vagón atestado parecía la ONU… Aseguraba que si no se le hubiera estropeado no se qué de la inyección del motor de su Mercedes que pronto iba él a coger el Metro… Que todo esto lo iba a exponer en su próxima Novela… Entre la marabunta de quejas del escritor anodino la vi por casualidad, en un latido de luz, al otro lado del vagón, sentada, levantándose con elegancia, buscando la salida para el trasbordo de Plaça de Sants. Saqué fuerzas de flaqueza y me sentí un moisés abriendo las aguas personificadas para poder alcanzar las puertas abiertas. En un arranque de bondad, aún tuve tiempo de girarme, y mirarle a los ojos y gritarle como un energúmeno inédito al hombre del sombrero:

—Pues…, sin complejos, ¡Shakespeare iría en Metro!

No hay comentarios:

Publicar un comentario